Algo en el camino

Debajo del puente, en mi techo hay una fuga Y los animales que atrapé se convirtieron en mascotas Y estoy viviendo de la hierba y de las gotas que se filtran Está bien comer pescados porque no tienen sentimientos Algo en el camino nirvana

El anarquista escoces

El 11 de agosto de 1964, el anarquista escocés Stuart Christie, de 18 años de edad, fue detenido en Madrid cuando llevaba explosivos para hacer estallar al dictador español de derechas, el general Francisco Franco. Christie colaboraba con la resistencia anarquista clandestina al régimen, que comenzó tras la victoria de Franco en la guerra civil española de 1939. Sin embargo, sin que Christie lo supiera entonces, el grupo de resistencia había sido infiltrado y su plan fue traicionado. Cuando Christie acudió a una oficina de American Express en Madrid, observó que un miembro del personal alertaba a la policía encubierta, y se marchó rápidamente. Más tarde relató al periódico The Guardian: "Me sentí curiosamente distante mientras respiraba profundamente y salía de la oficina, tratando de mantener mi rostro inexpresivo. Haciendo acopio de toda la confianza que pude, me detuve en el umbral de la puerta para mirar al grupo de cinco hombres que ahora estaban de pie a un lado de la entrada. Hasta que aparecí en la puerta, habían estado conversando intensamente. Se detuvieron brevemente, intercambiando miradas cómplices entre ellos, y continuaron. Un taxi vacío se detuvo en la acera junto a mí. Pero cuando el conductor apareció para invitarme a subir, supe que era un coche de policía encubierto. Me estaban acorralando. Para entonces había llegado a la esquina de la concurrida calle Cedaceros. Cuando me preparé para atravesar la multitud, me agarraron por detrás de ambos brazos, me empujaron la cara contra la pared y me clavaron el cañón de una pistola en la espalda. Intenté girar la cabeza, pero me esposaron antes de que me diera cuenta de lo que había pasado. Todo terminó en un instante". Fue condenado a 20 años de prisión, pero tras una campaña internacional en su apoyo, fue liberado en 1968. Christie siguió activo apoyando y ayudando a registrar la historia del movimiento de resistencia español hasta el final de su vida en agosto de 2020.

SOR MARY NORBERT KÖRTE, LA MONJA CONTESTATARIA QUE SE CONVIRTIÓ A LA GENERACIÓN BEAT

Nació en 1934. Poeta americana adscrita a la generación beat. Sor Mary Norbert Körte descubrió que en la calles de Haight Ashbury, en la ciudad de San Francisco, California, había gente que no tenía qué comer y decidió llevarles alimentos que sacaba de la despensa de su convento. Esto sucedió en la segunda mitad de la década de 1960. En ese entonces sor Mary se relacionó con una organización cristiana misericordiosa originada en la Inglaterra medieval, que se llamaba de los Diggers (Escarbadores o Buscadores), y que hacía labor de ayuda al prójimo. Cuando en el convento de Santa Rosa descubrieron a sor Mary sustrayendo mercancías, ella fue castigada. El castigo se repitió varias veces pero la monja seguía convencida del sentido cristiano de su labor de ayuda y seguía actuando en consecuencia. Entre la gente que comenzó a tratar en Haight Ashbury estaban muchas y muchos de los poetas beats, que comenzarían a ser conocidos por reportajes que crearon escándalos en revistas como Life, Times y Evergreen. Sus primeras amigas fueron las poetas Leonore Kandel, Diane di Prima y Denise Levertov. Para ese entonces Mary Norbert Körte ya escribía poemas y había estudiado un posgrado en latín clásico, y es indudable que esta vocación literaria fue fundamental para su acercamiento con la generación de los nuevos poetas, pero además coincidían en la búsqueda y práctica de una conciencia contestataria. Así las cosas, la monja comenzó a participar en las manifestaciones contra la guerra de Vietnam, contra la contaminación del medio ambiente, por justicia a los grupos minoritarios, etc. En Berkeley (ciudad gemela de San Francisco) se celebró la Conferencia Poética de 1965, en la cual participó sor Mary, y donde se encontró con muchos otros poetas como Allen Ginsberg, Robert Duncan, Jack Spicer, Gary Snyder, Lew Welch, David Meltzer y Charles Olson. En 1968 se publica el primer libro de Mary Norbert Körte, titulado Hymn to the Gentle Sun (Himno al amable Sol), y esto marca, además, su salida del convento. Actualmente vive en un pueblo al norte del Estado de California y, además de su mucha poesía, es grande su labor en defensa de la ecología.

terciopelo azul

David Lynch siempre ha sabido que lo contrario a la vida pública no es la vida privada, sino la secreta, hecha de negros recovecos del alma desconocidos incluso para uno mismo. En plena era Reagan con su reivindicación patriotera del American Way of Life, Lynch apuntó al corazón de los Estados Unidos para señalar que en los soleados vecindarios de clase media de pequeñas y tranquilas ciudades, con sus viviendas unifamiliares con jardín y barbacoa, también se ocultan oscuros demonios y profundos abismos de perversión. Con un pie firmemente anclado en el noir y el otro en el Hitchcock más psicoanalítico, entregó una película inclasificable que en su momento puso patas arriba la propaganda republicana y que hoy es considerada prototipo de ese concepto tan gelatinoso que es obra de culto. Terciopelo azul comienza casi como una película de aventuras juvenil, con un chico que se lanza a investigar un posible crimen tras encontrar en un descampado una oreja seccionada –el mundo macabro de Lynch, siempre presente–. El joven no solo quiere saciar su curiosidad, sino también impresionar a la chica que le gusta. Los felices años cincuenta, tan reivindicados por el discurso reaganiano, planean en estos primeros compases, especialmente en una jovencísima Laura Dern, quien simboliza la supuesta inocencia de aquella época.  Pero pronto el filme se desliza por precipicios escabrosos, a medida que las pulsiones más descarnadas van quedando al descubierto, triángulo edípico incluido. Nunca conceptos tan queridos por los exegetas conservadores de los ochentas como “papá”, “mamá” y “vecino” sonaron tan perturbadores. Todo es demasiado siniestro para el aprendiz de detective y, de hecho, la escena en la que se derrumba y llora desconsoladamente en su habitación es conmovedora. A voz en grito se pregunta por qué hay gente capaz de hacer tanto daño. No hay respuestas. Simplemente, el mundo es un lugar muy extraño, como constata una y otra vez la pareja protagonista. A pesar de tanto dolor, el joven no puede dejar de acudir al lado peligroso de la ciudad, aunque pronto entenderá que el riesgo se encuentra en cualquier parte. Su investigación se convierte en un ejercicio de voyeurismo, acercándose cada vez más a un mundo sórdido donde placer y sufrimiento, sumisión y dominación, se amalgaman y confunden. Y todo ello sin que la película pierda de vista la premisa que atrapa al público desde el minuto uno: a quién pertenece esa oreja y por qué se la cortaron. En contra de lo que pudiera parecer a tenor del desbarre visual de sus películas, David Lynch tiene muy claro cuál es el hilo argumental de sus historias. Nunca pierde el norte. Con pulso firme nos lleva a uno de esos infelices finales felices al estilo de los que se inventaba Douglas Sirk para burlar a una censura que le exigía cierres optimistas. El orden es restaurado, sí, pero ya nada volvería a ser lo mismo para los protagonistas. Lynch, obviamente, no tenía a ningún censor al que burlar, pero una conclusión feliz no encaja en su universo. Para un relato de tan alto octanaje eran necesarias actuaciones de esas que se dejan la piel en cada fotograma. Isabella Rosellini dio un paso adelante, saliéndose de su zona de confort de modelo de grandes firmas. A sus anunciantes les dio un paro cardiaco. Cuando se estrenó la película, empezaron a cancelar sus contratos uno tras otro. Solo ella sabrá si le valió la pena. A la historia del celuloide, desde luego que sí. Y Dennis Hopper vivió su enésima resurrección. Su Frank Booth condensa todos los villanos que en el cine negro han sido y los lleva a una nueva dimensión, muy acorde con el zeitgeist ochentero. Después volvería a dejarse llevar por el dulce arrullo del histrionismo y la autocomplacencia. Terciopelo azul es el título clave de la carrera de Lynch. Mucho se ha hablado de la influencia en este trabajo de Eraser Head y El hombre elefante, sus dos primeras películas. Y es cierto, sobre todo a nivel temático. Pero con frecuencia se pasa por alto la importancia de la tan denostada Dune. Sin su adaptación de la saga planetaria de Frank Herbert, Terciopelo azul no habría sido posible. La famosa mirada retorcida de Lynch ya estaba presente en Dune, un particularísimo modo de narrar que deja al espectador en la duda de si está viendo algo muy trascendental o se trata de una gigantesca ironía. En cualquier caso, tras Terciopelo… el realizador cortó amarras con cualquier tipo de compromiso y empezó a volar libre y muy alto, ya fuera insistiendo en iconoclastas fábulas neo-noir (Wild at Heart, Twin Peaks, Lost Highway, Mulholland Drive) o escandalizando a su cerril fanaticada con una apología de los valores más conservadores –sí, aquellos que dinamitó en Terciopelo azul– en un ejercicio de clasicismo que habría firmado el mismísimo John Ford (The Straight Story). Contradictorio, sí, como solo los genios pueden serlo.

un ritmo

Todo es un ritmo, desde el cerrarse de una puerta, hasta el abrirse de una ventana. Las estaciones, la luz del sol, la luna, los océanos, el crecimiento de las cosas, la mente de los hombres, íntima, volviendo a ellos de nuevo, creyendo que el final no es el final, volviendo atrás el tiempo, ellos muertos pero con alguien por llegar. Si estoy muerto en la muerte, en la vida también me muero, me muero... Y las mujeres lloran y se mueren. Los chicos crecen hasta ser solo viejos. El pasto se seca, la potencia se va. Pero se encuentra con otra que vuelve, oh no la mía, no la mía, y a su tiempo muere. El ritmo que se proyecta desde sí mismo continúa doblegándolo todo con su fuerza desde la ventana hasta la puerta desde el techo hasta el piso, luz al abrirse, oscuridad al cerrarse.

3 DE AGOSTO, ANIVERSARIO LUCTUOSO DE WILLIAM BURROUGHS

William Seward Burroughs II, antes de ser escritor, artista, drogadicto o prófugo de la justicia, era el hijo de una familia adinerada de St. Louis Missouri. Su abuelo, quien llevaba el mismo nombre, había inventado la calculadora en 1882 y desde entonces, con la patente de su invento, había provisto a su familia con estabilidad económica. El estilo de vida, llevado por su familia, y el lujo que acompañó a William Burroughs durante su infancia representó para él, como para muchos otros de su generación, una herencia a la cual era necesario oponerse. Educado en escuelas privadas de St. Louis, donde conoció a Lucien Carr, y enlistado más tarde en la Universidad de Harvard, Burroughs paso su adolescencia atosigado por el fantasma del deber familiar. Sin embargo, como estudiante de literatura y más tarde como doctor en antropología, estos primeros años también estuvieron acompañados por la presencia de obras de autores como Shakespeare, Coleridge y DeQuincy; lecturas que abastecieron su escepticismo ante el mundo, y que también le inspiraron, en su etapa como escritor, una rebeldía en torno a las formas y a las herencias literarias. Estos supuestos, serían los que en 1944 en la Universidad de Columbia lo acercarían de forma irremediable a los anhelos y las inquietudes de personajes como Allen Ginsberg y Jack Kerouac. Estos personajes, habitantes de un mundo provisto de experimentación, irreverencia y drogas, se volvieron parte fundamental del anhelo de Burroughs por matar a los padres –literarios, biográficos, históricos– y encontrar un cause a una pulsión de vida, la cual, muchas veces, se tornó destructiva. Durante estos años y tras el supuesto asesinato de David Kammerer en manos de Lucien Carr, la vida de Burroughs y del resto de los integrantes de la naciente Generación Beat, empezó a cobrar un ritmo frenético, y accidentado. Sin embargo, al mismo tiempo y quizás como un gesto de supervivencia, la escritura de Burroughs comenzó a entretejerse con su vida, volviéndose vital, plagando su obra de alusiones autobiográficas, como lo fue con sus primeras novelas, Queer (1952, publicada hasta 1985) y Junkie (1953). Estas obras, que giraban en torno a temas como las drogas, el deseo y la homosexualidad, marcarían el inicio de la que sería su etapa artística más productiva y se volverían un espacio desde el cual acompañar la exploración de su sexualidad y la superación del que sería quizás el evento más traumático de su vida, el asesinato accidental de su esposa Joan Vollmer. Esta etapa, alternada entre la Ciudad de México, París y Tánger, sumió a Burroughs en una grave adicción y lo condujo al clímax de su carrera literaria. En 1959, tras conocer en un hotel de París al pintor y poeta Brion Gysin, Burroughs se sumió en la escritura de Naked Lunch, una novela que, inspirada en la técnica del cut-up utilizada por Gysin, retó los límites de las formas narrativas tradicionales y logró expandir, a partir de mecanismos como el corte, el collage y la apropiación, las posibilidades narrativas de la literatura. Naked Lunch, al igual que Howl de Ginsberg y On the road de Kerouac, fue el punto fulminante de la búsqueda por una forma propicia para expresar la experiencia fragmentada y el ritmo afiebrado del hombre post-moderno. Finalmente, a sus sesenta y siete años, y tras vivir una vida dividida entre Nueva York, Londres, París, México y Tánger, William Burroughs regresó, aconsejado por Ginsberg, a Estados Unidos, e impartió durante ocho años clases de escritura creativa en City College New York. Después, en 1981, tomó distancia del mundo y se entregó de lleno a la vida provinciana de la ciudad de Lawrence, Kansas. Ahí, en una casa de madera, acompañado por sus tres gatos y visitado por sus amigos, el poeta que alguna vez se había internado en el Amazonas para ir en búsqueda de ayahuasca, abandonó aquel camino, dejó la pluma y se entregó, aunque con reticencia, a la pintura y el coleccionismo de armas. Esta etapa en el campo, marcada por largas horas de pesca y caza, significaría para el poeta el culmen de un arduo proceso de desintoxicación de las drogas que, diez años antes había cobrado dimensiones insostenibles, y le otorgaría la mesura, antes buscada, para esbozar entre 1996 y 1997 su obra más intima y su despedida definitiva del mundo de las letras: Last Words, un diario que de forma póstuma fue editado por su fiel asistente James Grauerhol. Las páginas en este diario, alimentadas por las horas sedentarias, reúnen entre las entradas y los días personajes y fantasmas que recorrieron su vida; una generación entera de artistas y poetas que, en ese entonces, ya había sido consumida, casi en su totalidad, por el Sida, por la sobredosis o por la locura. Burroughs, quien desde el principio fue el más viejo de todos, se convirtió desde las planicies de Lawrence, Kansas en algo así como el gurú de un sentimiento, el cual ante el anhelo de construir expresiones sinceras dio voz a una comunidad y encendió desde su obra un dominio heredado de libertad.