Soy la advenediza

Soy la advenediza la que llegó al banquete cuando los invitados comían los postres Se preguntaron quién osaba interrumpirlos de dónde era cómo me atrevía a emplear su lengua Si era hombre o mujer qué atributos poseía se preguntaron por mi estirpe "Vengo de un pasado ignoto –dije– de un futuro lejano todavía Pero en mis profecías hay verdad Elocuencia en mis palabras ¿Iba a ser la elocuencia atributo de los hombres? Hablo la lengua de los conquistadores, es verdad, aunque digo lo opuesto de lo que ellos dicen." Soy la advenediza la perturbadora la desordenadora de los sexos la transgresora Hablo la lengua de los conquistadores pero digo lo opuesto de lo que ellos dicen. Cristina Peri Rossi

Los paraguas los taxis.

Acabo de tirarlo, 35 minutos bajo la tormenta esperando un maldito taxi han podido con el. Pero como se ha portado. Esa es la diferencia: los taxis son como ciertos amigos, nuca están cuando mas los necesitas. Los paraguas en cambio mueren por ti

La superficie del sol.

Los toros son grandiosos como la superficie del sol, y aun que los matan para las rancias multitudes, es el toro quien atiza el fuego, aun que hay toros cobardes tanto toreros como hombres cobarde, generalmente el toro se mantiene puro y muere inmaculado sin ser tocado por símbolos y elites o falsos amores, y cuando lo sacan arrastrando nada ha muerto y el hedor al final es el mundo.

42 PESADILLA

Él sueña que vuelve a estar en ese lugar extraño pero familiar a la vez, un valle solitario con un inmenso castillo que se escondía entre las nubes, y extraños seres con alas que volaban de aquí para allá, escuchaba esa grave voz que lo seguía atormentando desde hace tanto tiempo, escuchaba los estruendos de los rayos acercarse a él, y la pesadez que sentía en el aire le recordaba que en aquel sitio no era bienvenido. En su desesperación empezó a correr, y empezaron a gritarle que era ilegítimo, que no pertenece aquí, que nunca debió haber nacido, aquel hombre iracundo se acercaba cada vez más, le dice que es un error que debe borrarse y que pronto pagará por todo lo que le ha hecho al mundo. Él príncipe despertó gritando otra vez, desesperado por protegerse a sí mismo, se levantó de la cama y miró a a través de su ventana para asegurarse de estar en su hogar. Uno de los guardias escucho sus gritos, abrió la puerta de golpe y le dijo: —Mi príncipe, ¿se encuentra bien? —Si, todo bien por aquí, solo fue otra pesadilla con aquel tirano, solo eso. —Ha pasado mucho tiempo, usted está a salvo aquí abajo, no tiene por qué temer, estoy seguro de que ya no debe acordarse de usted. —Yo no estoy tan seguro—respondió Lucifer...

47 veneno

Ella era una mujer hermosa, tenía las curvas que todo hombre deseaba, un largo cabello negro y una sonrisa bastante atrayente, nunca fue una mujer habitual, se iba con los viernes al bar, pasaba los sábados con hombres distintos pero casi siempre en los mismos moteles viejos, dónde podía recordar la cama donde fue abusada. Luego de hacer terminar a cada uno de esos hombres se sentía un poco mejor con sigo misma, <>, solía repetirse en los escasos momentos de introspección dónde una pequeña parte de ella se arrepentía de aquel pasatiempo. Los hombres nunca entendían el juego, pero ella si, una sola noche, inventar el nombre que quieras, y aunque la buscaran con deseos de asesinarla o de volver a tenerla, ella se las arreglaba muy bien para que nadie nunca volviera a saber de ella, había vivido entre tantas identidades y direcciones falsas que en ocasiones incluso a ella misma se le olvidaba su nombre de nacimiento. Ella se despedía mucho antes de que su víctima despertara, le dejaba la marca de un beso en la mejilla y la promesa de que está no sería la última vez (pero siempre lo era) y por supuesto, una nota perfumada en la cama con la frase: "Bienvenido al mundo del sida"

Señora Lázaro

Señora Lázaro   Lo he vuelto a hacer. Cada diez años lo consigo: especie de milagro andante, mi piel relumbra como la pantalla de una lámpara nazi, mi pie derecho es un pisapapeles, mi rostro, buena tela de lino judía, sin adornos. Arráncame el pañuelo, oh mi enemigo. ¿Inspiro terror?… ¿La nariz, la cuenca de los ojos, la dentadura completa? Este aliento agrio se esfumará en un día. Pronto, pronto la carne que el sombrío sepulcro se comió estará en mí como en su casa y seré una mujer sonriente. Solo tengo treinta años. Y, como el gato, siete ocasiones para morir. Esta es la Número Tres. Qué desperdicio aniquilar cada década. Qué millón de filamentos. La multitud con sus bolsas de cacahuetes se arremolina para ver cómo me desanudan pies y manos: el gran estriptis. Damas y caballeros: estas son mis manos, mis rodillas. Puedo ser toda piel y huesos, pero sigo siendo la misma, idéntica mujer. La primera vez que ocurrió tenía diez años. Fue un accidente. La segunda vez estaba decidida a llegar hasta el fin y no volver jamás. Me arrullé hasta cerrarme por dentro como una concha de mar. Tuvieron que llamarme y llamarme y quitarme los gusanos uno a uno como perlas pegajosas. Morir es un arte, como todo. Y yo lo hago excepcionalmente bien. Tan bien, que parece un infierno. Tan bien, que parece real. Supongo que cabría hablar de vocación. Es bastante fácil hacerlo en una celda. Es bastante fácil hacerlo y estarse quieto. Es el regreso teatral a plena luz del día al mismo sitio, el mismo rostro, el mismo grito zafio y divertido: «¡Un milagro!», lo que me deja fuera de combate. Hay que pagar por ver mis cicatrices, hay que pagar para escucharme el corazón: de veras que funciona. Y hay que pagar, hay que pagar muchísimo, por un roce, una palabra o una pizca de sangre o un mechón de mi pelo, un jirón de mis ropas. Y bien, herr Doctor, y bien, herr Enemigo. Soy su obra, su objeto más valioso, el bebé de oro puro que se funde en un grito. Doy vueltas y me abraso. No crea que subestimo su gran preocupación. Ceniza, ceniza…, que usted remueve y tantea. Carne, hueso, ahí no queda nada… Una pastilla de jabón, un anillo de bodas, un empaste de oro. Herr Dios, herr Lucifer cuidado cuidado. De la ceniza con el cabello rojo me levanto y devoro a los hombres como aire.   Sylvia Plath, 23-29 de octubre de 1962