terciopelo azul
David Lynch siempre ha sabido que lo contrario a la vida pública no es la vida privada, sino la secreta, hecha de negros recovecos del alma desconocidos incluso para uno mismo. En plena era Reagan con su reivindicación patriotera del American Way of Life, Lynch apuntó al corazón de los Estados Unidos para señalar que en los soleados vecindarios de clase media de pequeñas y tranquilas ciudades, con sus viviendas unifamiliares con jardín y barbacoa, también se ocultan oscuros demonios y profundos abismos de perversión. Con un pie firmemente anclado en el noir y el otro en el Hitchcock más psicoanalítico, entregó una película inclasificable que en su momento puso patas arriba la propaganda republicana y que hoy es considerada prototipo de ese concepto tan gelatinoso que es obra de culto.
Terciopelo azul comienza casi como una película de aventuras juvenil, con un chico que se lanza a investigar un posible crimen tras encontrar en un descampado una oreja seccionada –el mundo macabro de Lynch, siempre presente–. El joven no solo quiere saciar su curiosidad, sino también impresionar a la chica que le gusta. Los felices años cincuenta, tan reivindicados por el discurso reaganiano, planean en estos primeros compases, especialmente en una jovencísima Laura Dern, quien simboliza la supuesta inocencia de aquella época.
Pero pronto el filme se desliza por precipicios escabrosos, a medida que las pulsiones más descarnadas van quedando al descubierto, triángulo edípico incluido. Nunca conceptos tan queridos por los exegetas conservadores de los ochentas como “papá”, “mamá” y “vecino” sonaron tan perturbadores. Todo es demasiado siniestro para el aprendiz de detective y, de hecho, la escena en la que se derrumba y llora desconsoladamente en su habitación es conmovedora. A voz en grito se pregunta por qué hay gente capaz de hacer tanto daño. No hay respuestas. Simplemente, el mundo es un lugar muy extraño, como constata una y otra vez la pareja protagonista.
A pesar de tanto dolor, el joven no puede dejar de acudir al lado peligroso de la ciudad, aunque pronto entenderá que el riesgo se encuentra en cualquier parte. Su investigación se convierte en un ejercicio de voyeurismo, acercándose cada vez más a un mundo sórdido donde placer y sufrimiento, sumisión y dominación, se amalgaman y confunden. Y todo ello sin que la película pierda de vista la premisa que atrapa al público desde el minuto uno: a quién pertenece esa oreja y por qué se la cortaron. En contra de lo que pudiera parecer a tenor del desbarre visual de sus películas, David Lynch tiene muy claro cuál es el hilo argumental de sus historias. Nunca pierde el norte. Con pulso firme nos lleva a uno de esos infelices finales felices al estilo de los que se inventaba Douglas Sirk para burlar a una censura que le exigía cierres optimistas. El orden es restaurado, sí, pero ya nada volvería a ser lo mismo para los protagonistas. Lynch, obviamente, no tenía a ningún censor al que burlar, pero una conclusión feliz no encaja en su universo.
Para un relato de tan alto octanaje eran necesarias actuaciones de esas que se dejan la piel en cada fotograma. Isabella Rosellini dio un paso adelante, saliéndose de su zona de confort de modelo de grandes firmas. A sus anunciantes les dio un paro cardiaco. Cuando se estrenó la película, empezaron a cancelar sus contratos uno tras otro. Solo ella sabrá si le valió la pena. A la historia del celuloide, desde luego que sí. Y Dennis Hopper vivió su enésima resurrección. Su Frank Booth condensa todos los villanos que en el cine negro han sido y los lleva a una nueva dimensión, muy acorde con el zeitgeist ochentero. Después volvería a dejarse llevar por el dulce arrullo del histrionismo y la autocomplacencia.
Terciopelo azul es el título clave de la carrera de Lynch. Mucho se ha hablado de la influencia en este trabajo de Eraser Head y El hombre elefante, sus dos primeras películas. Y es cierto, sobre todo a nivel temático. Pero con frecuencia se pasa por alto la importancia de la tan denostada Dune. Sin su adaptación de la saga planetaria de Frank Herbert, Terciopelo azul no habría sido posible. La famosa mirada retorcida de Lynch ya estaba presente en Dune, un particularísimo modo de narrar que deja al espectador en la duda de si está viendo algo muy trascendental o se trata de una gigantesca ironía. En cualquier caso, tras Terciopelo… el realizador cortó amarras con cualquier tipo de compromiso y empezó a volar libre y muy alto, ya fuera insistiendo en iconoclastas fábulas neo-noir (Wild at Heart, Twin Peaks, Lost Highway, Mulholland Drive) o escandalizando a su cerril fanaticada con una apología de los valores más conservadores –sí, aquellos que dinamitó en Terciopelo azul– en un ejercicio de clasicismo que habría firmado el mismísimo John Ford (The Straight Story). Contradictorio, sí, como solo los genios pueden serlo.