ESCRITO CON DESESPERACIÓN EN LAS TAPIAS DE UNA GRAN CIUDAD

Huid, hermanos, de la hiriente contaminación que os envenena, de ese ruido inútil y estruendoso que trepana vuestros tímpanos, de la prisa constante que os esclaviza, del «stress» —digo cansancio—, del monstruo insaciable de hormigón y chatarra, del inmenso tentáculo mecánico, de las multitudes informes, del autobús, del metro, del semáforo, de la trampa del «confort» que os enferma. Huid de la confusión y el «surmenage», del hombre sin nombre, de las etiquetas absurdas, de los carnets de identidad y del no ser. Huid de la terrible sociedad de consumo, de las letras de cambio, de las ventas a plazos, de las fraudulentas rebajas de los grandes almacenes, también de las grilleras con ascensor y de los hormigueros con treinta pisos. Huid de la angustia y del cansancio, de la vida programada, del reclamo publicitario y reiterativo, de los inexorables relojes sin pausa y de esa amante oscura y cotidiana que se llama soledad. Porque es hermoso el paraíso de los bosques y los amaneceres de las cumbres nevadas, el continuo nacer y morir de la mar, en olas, y el horizonte sin fin —casi cielo— de las llanuras con sol. Y no hay nada comparable con el diálogo del lago cuando amanece, o con esa cal de los pueblos chicos, preñados de infancia, en cuya tierra casi siempre está enterrada tu placenta (esos lugares donde tú eres Pedro o Miguel, y no es preciso más que tu rostro para reconocerte o para amarte). Porque tú sabes muy bien que eres la ola azul y río tranquilo y árbol y montaña y llanura también —copo de estrellas—. O [uno de] esos niños que juegan en la era —canicas, tabas— ahora que son las seis en punto de la tarde y aquel nido caliente de la escuela quedó vacío y melancólico.

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